Época: Hispania visigoda
Inicio: Año 409
Fin: Año 711

Antecedente:
Ciudades, pueblos y viviendas



Comentario

Es precisamente el aspecto religioso el que entraña más cambios en la vida de los núcleos urbanos, puesto que cada vez más la ciudad se encierra sobre sí misma para ofrecer la imagen de la civitas Dei o de la también denominada civitas christiana, donde se ponen en juego todos los valores y esencialmente los valores morales de lo que es y quiere ofrecer la ciudad. Los mecanismos de funcionamiento del ámbito de la ciudad no se limitan al estricto espacio urbano intra muros, sino que atañen de forma directa al suburbio, cubierto en gran parte por áreas funerarias, y a todo el territorio circundante. La ciudad se convierte de este modo en el centro físico y vertebrará el denominado suburbium y el territorium.
En el interior del espacio delimitado por el recinto murario se disponen, sin romper la tradición, las estructuras arquitectónicas necesarias a los servicios administrativos, los edificios públicos y de representación, así como los espacios destinados al hábitat, aunque no existen nuevas construcciones derivadas de la edilicia privada. Sin embargo, el cristianismo obligará a crear una serie de nuevos edificios destinados a las funciones a las que obliga el culto cristiano y la Iglesia, y por ello, antiguas construcciones podrán observar cambios en su funcionalidad e incluso algunos de los edificios existentes, precisamente por perder sus funcionalidades, se verán abandonados. Al mismo tiempo, a pesar de la prohibición existente, se constata la presencia de sepulturas en el interior de los núcleos urbanos, hecho que es relevante pues permite detectar terrenos o zonas que habían tenido su uso en época anterior y que en este momento se hallan olvidados. La lenta penetración de inhumaciones junto a los lugares de hábitat será un hecho normal en época medieval, donde los muertos conviven en el espacio de los vivos, llegando a formar parte de la vida cotidiana.

Alrededor del núcleo urbano y siempre extramuros, es decir en el suburbio, se disponen por regla general los centros martiriales, las grandes áreas cementeriales y las comunidades monásticas. Si bien la arqueología proporciona abundante documentación sobre zonas funerarias y el culto martirial, para un mayor conocimiento acerca de los monasterios nos tendremos que remitir a las fuentes escritas. El culto martirial, aunque se inicia a finales del siglo II con el fin de las persecuciones y la paz constantiniana, tendrá una gran fuerza social y religiosa a partir del siglo IV. Esta fuerza, plasmada a través de las diversas manifestaciones de la veneración, se debe a diversas creencias, entre las que destacan, en primer lugar, el que el martirio sufrido por los santos puede ser vehículo para interceder por el cristiano. En segundo lugar, la esperanza en la obtención de favores, no sólo escatológicos o espirituales, sino también de orden milagroso. Por último destaca la esperanza en la resurrección, lo que conlleva a la preparación de una infraestructura material que es en definitiva una protección espiritual. Las inhumaciones ad sanctos, que suelen ser sepulturas privilegiadas, buscan la intercesión por la redención del alma, hecho que requiere una cierta proximidad al mártir. Esta cohabitación en el espacio funerario refleja la esperanza de una cohabitación en la eternidad celestial. La presencia de una inhumación martirial y su veneración se encuentra en el origen de muchas áreas cementeriales suburbanas e incluso de lugares de culto. A lo largo de los siglos V y VI, estas inhumaciones se monumentalizarán, convirtiéndose en una memoria, confessio o un martyrium, en estrecha relación con el culto a las reliquias y las peregrinaciones.

Tras este análisis podríamos decir que existe una disyuntiva entre el centro urbano y el núcleo suburbano, puesto que el primero responde a la comunidad de los vivos, y el segundo a la comunidad de los muertos. Sin embargo, dicha disyuntiva es tan sólo aparente, puesto que en realidad existe una perfecta relación dinámica e interactiva, cuyo funcionamiento será siempre dependiente y estará articulado esencialmente por la vida litúrgica de la ciudad. Lo mismo podemos decir de la posible dicotomía entre la religión y la práctica funeraria. La religión responde a un hecho público, es en definitiva un acto social o que se desarrolla en sociedad y por ello se lleva a la práctica en el espacio de los vivos; sin embargo, la práctica funeraria es un hecho íntimo y privado que sólo se desarrolla en el ámbito familiar o en un reducido grupo social.

Una vez establecidas las diferencias y relaciones existentes entre lo que es el ámbito estrictamente urbano, el suburbium y el territorio, cabe ahora plantearse cómo se organizaba el hábitat. Esta organización está presidida por una rígida jerarquización de la estructura social, de la cual conocemos esencialmente las altas capas sociales y aquellas menos favorecidas, aunque poco es lo que sabemos de las clases medias. A lo largo de toda la Antigüedad tardía, y al menos hasta el siglo VII, existió una clara separación en las libertades de los individuos que vivían en zonas urbanas o rurales, que determinará a la vez el tipo de hábitat o vivienda.